Dicen que la música es capaz de trasladarte a cualquier momento vivido con anterioridad y volverlo a sentir con la misma intensidad.
Para mí el olor, más que la música, es el que me transporta a través del túnel del tiempo y me lleva sin quererlo a revivir un instante de mi vida. Por eso el algodón azucarado huele a feria de Ceuta, El Heno de Pravia huele a mi infancia, los polvos de Myrurgia huelen a mi madre, y el olor a mar… el mar, sin duda alguna, huele a Ceuta.
Cuando hace años tuve que salir de mi ciudad para vivir durante bastante tiempo fuera de ella, sólo con oler la brisa del mar, ya sentía que volvían a mí todas las sensaciones que tuve durante mi infancia y mi juventud en este lugar.
Añoraba entonces, no el tiempo vivido sino el lugar en que los viví. Recordaba aquellos días en que íbamos en pandilla al cine Terramar para disfrutar en la tarde del domingo, de seis a ocho, de una película de Marisol o de Rocío Dúrcal. Cuando llegaba el verano, este cine se sustituía por el de la Terraza B del Cortijo, y allí íbamos todos con los cartuchos de pipas y las rebecas al hombro, por si acaso, en mitad de la sesión, se metía la niebla típica del mes de agosto y difuminaba el entorno haciéndonos titiritar. No sé por qué pero agosto huele a Levante y a “volaores”. Era en este mes cuando se escuchaba en muchos rincones de nuestra ciudad la voz seca de aquel hombre que año tras año, repetía siempre sin cesar:
-¡ “Volaores” secos ! -¡Hay “volaores” secos !...
El verano pasaba entre el olor a playa, al algodón de feria y a sal de los volaores, acompañados de paseos tras paseos desde el muelle España hasta la Marina. Era el disfrute veraniego, entre paseos, cine, playa y feria.
Al finalizar septiembre las pavanas cubrían las desiertas playas avisando la llegada del otoño. Con el comienzo del curso escolar todo volvía a su calma y sin darnos cuenta se percibía el olor a frutos secos. Llegaba el uno de noviembre con la festividad de la Mochila. Todos nuestros campos, jardines, montes y playas se llenaban de jóvenes, niños y familias que con sus talegas al hombro recorrían San Amaro, Benzú, Calamocarro, El Hacho, inundándolo todo de intensos olores. Ceuta en otoño huele a pan de higo, a chirimoyas, naranjas, castañas, y al olor dulce del plátano maduro deshecho en el fondo de la talega.
Cuando La Mujer Muerta se eleva majestuosamente entre el cielo azul de Benzú y tiene una nube blanca como montera, se dice que sopla el viento de Poniente. Todo es nítido y transparente. Se puede observar claramente la bahía de Algeciras, Gibraltar, La Línea, Tarifa, e incluso las montañas que adornan la Costa del Sol. Es un espectáculo sorprendente. El olor del poniente es el olor del frío del invierno. Caminábamos por el paseo de Las Palmeras y hasta allí llegaba el humo procedente del puesto de castañas asadas situado en el Puente Cristo. El olor a castañas asadas junto con el olor seco del viento de poniente es el olor que me evoca el invierno de entonces.
La primavera en Ceuta no huele a flores. Primavera es Semana Santa. La vivíamos intensamente, desde la salida de “La Pollinica”, el domingo de Ramos, hasta cuando salía el Cristo resucitado. Acompañábamos a los pasos en todo su recorrido. Recuerdo sobre todo el sonido intenso de los tambores de la legión que custodiaba El Encuentro, el griterío de los vendedores de pirulís, y sobre todo el grito estridente de aquel hombre bajito y curtido por el sol que pregonaba:
-¡Hay “burgaos”! -¡Hay “burgaos”! Las calles de Ceuta en primavera olían a “burgaos”, y al intenso olor del incienso y del cirio quemado.
Ahora cuando paseo por todos aquellos rincones y cierro los ojos para percibir nuevamente aquellos olores que impregnaban siempre la ciudad con la llegada de cada estación, apenas soy capaz de sentir ni siquiera el olor tan familiar de la brisa del mar. Los olores agradables de antaño se esfumaron y casi no se perciben, porque otros más fuertes aparecieron.
Llegó el olor a racismo, a intolerancia, a ambición, a desidia, a pobreza, a dejadez, y a intereses políticos.