VILLA JOVITA, MI ANTIGUO BARRIO.
Mi madre siempre me contaba que yo cumplí los cuatro años en la casa nueva de Villa Jovita. Nos mudamos un 18 de julio, un poco antes de mi cumpleaños y fiesta nacional en España. Era día de gira playera, como se decía entonces. Ese año no pudimos ir a pasar el día a la playa del Bar Asturias, donde íbamos todos los años cargados de sábanas que hacían de sombrajo. La sandía, la casera y el vino tinto no podían faltar, y se enfriaban entre las piedras de la orilla del mar, aunque a veces, las olas de levante se llevaba la sandía mar a dentro y había que cogerla ya destrozada y con sabor a sal. Ese día tocó mudanza, pero también lo celebramos entre cajas, maletas y bultos que se apilaban en ese gran patio que sería nuestro lugar de diversión, de descanso y de celebraciones durante más de cincuenta años.
La casa nueva supuso para toda mi familia, un verdadero palacio comparada con la pequeña casa alquilada de terrones. Disponíamos de más habitaciones, tenía también dos patios, uno muy grande,y otro pequeño, una gran azotea desde donde se divisaba parte de las Murallas Merinidas y parte de la montaña de García Aldave. Allí también hicieron mis hermanos algunos guateques para festejar cumpleaños, tomábamos el sol en verano y espiábamos el vecindario en momentos de hastío
Villa Jovita era un barrio tranquilo y pequeño, con casas de planta baja, la mayoría con azotea y patio. Lo formaba tres calles paralelas y otras perpendiculares ,que desembocaban en un gran llano, ubicado ahora el Instituto Almina, allí sobresalían dos grandes lomas en el centro, sin apenas vegetación, y a la izquierda, se situaban las Murallas que separaba nuestro barrio con el Mixto. A la otro lado, se extendía la huerta de José donde se encontraba el arroyo de Bacalao que limitaba con la barriada de Varela. El llano servía de lugar de encuentros y juegos entre niños del mixto y Villa Jovita y allí se desarrollaban las disputas pandilleras de ambos barrios, para definir territorios y liderazgos-
No era difícil hacer amigas en mi barrio porque las puertas de las casas solían tener una cuerda que se unía al pestillo y sólo con tirar de ella ya podíamos entrar sin dificultad. Esto facilitaba que todos los niños y niñas estuvieran siempre jugando en los portales, en las aceras o en la calle. No había que llamar a ninguna puerta, ni pedir llave a nuestros padres, el acceso a la casa estaba asegurado. No sé si en esa época no robaban tanto, o es que se tenia la seguridad y confianza que sólo los miembros de la familia osarían a tirar de la cuerda para entrar.
Apenas había coches en mi barrio que impidieran jugar al rescate, al escondite, a las cuatro esquinas, a la comba, al piso, al balón tiro, o tirarnos en bicicleta o patines desde el principio al final de la calle principal, con el único peligro de sollarnos la piel al caer en el duro cemento del suelo. En esa calle se mezclaban las pandillas sin edades y se organizaban los juegos encabezados por los líderes, mientras se oía de fondo la música de los Beatles que salía de casa de Miguel Ángel ,Milán, como le llamábamos, que era el único que disponía de una enorme colección de música de los grupos más internacionales. Él nunca participaba en nuestros juegos, hacía experimentos en su casa, pero dejaba la ventana abierta para compartir con nosotros sus extrañas aficiones. Esto ocurría al salir del colegio, entonces la calle se convertía en el lugar de encuentro de los grupos del barrio. Se formaban por edades , y allí estaban los mayores que se aislaban en otra esquina para escuchar a los Bravos, fórmula V o a los cantantes del momento, en un tocadisco portátil que se llevaba de una calle a otra. El sonido de la música hacía vibrar los corazones e incitaba a los primeros besos y caricias. Nosotras, las más pequeñas, en otras aceras ,colocábamos algunos objetos en desusos para formar una tienda y vender todo a una gorda o a un perra chica. Los intercambios de cromos, de estampas de Marisol , los puestos de TBO o jugar con las mariquitinas eran otras de nuestras diversiones diarias, pero a mí lo que más me gustaba era jugar a las peluquerías. Nos poníamos en la acera, frente a mi casa ,y cada una de nosotras aportaba lo que podía rapiñar de su propia vivienda. Los peines, cepillos, rulos, colonia y botes de agua formaban nuestra peluquería, y los más pequeños eran los clientes a los que nuevamente les cobrábamos alguna moneda. A mi madre no le gustaba que yo jugara a la peluquería porque decía que había muchos piojos en el barrio y que ese juego propiciaba el contagio entre nosotras. Razón tenía de sobra porque en más de una ocasión los piojos inundaron mi rubia melena y la de mis hermanos, y a falta de remedio farmacéutico, mi madre preparaba un mejunje formado por alcohol y los huesos de chirimoya, que después de dejar macerar una semana, colaba y embadurnaba nuestra cabeza. Estoy segura que los piojos morían al instante porque el picor y el escozor que yo sentía hacía presagiar que allí ya no existían bichos vivientes.
Sólo una televisión había en mi barrio, el nuevo aparato que estaba causando furor en los sesenta no estaba al alcance de la mayoría de las familias que eran de clase obrera, se contentaban con escuchar la radio y entretenerse con las noticias o con las radionovelas. Recuerdo las tardes , a la salida del colegio, cuando llegaba a mi casa , la primera imagen al abrir la puerta era la de mi madre sentada cosiendo con la máquina Sigma y de fondo el sonido de las voces de la eterna novela Yo amo a un Canalla de Guillermo Gautier Casaseca y los diálogos apasionados de Pedro Pablo Ayuso y Matilde Conesa, que se interrumpían solo cuando el anuncio del Colacao hacía su aparición y era, entonces , el momento en que mi madre me permitía hablar para pedirle permiso y salir a la calle, entonces disfrutaba de mis juegos, una vez que la merienda rutinaria, formada por el pan con el chocolate Maruja había sido ingerido en su presencia.
A la llegada de invierno la calle se impregnaba con el olor de los braseros de picón que la abuela de Carmen Mancilla ponía en la acera para preparar el calor de la casa y ese olor se mezclaba con el de los roscos y pestiños navideños . El frío nos espantaba de la calle y nos refugiábamos en la casa de Isabelita la de Asencio porque era la única que tenía televisor en el barrio, no sé si era la familia más pudiente de todos o la más ahorradora, teniendo en cuenta que nos cobraba dos reales la entrada para poder disfrutar los sábados de la serie de Bonanza o la de Viaje al Fondo del Mar, donde el almirante Nelson nos tenía en vilo toda la tarde del sábado. Era obligatorio llevar los bancos e Isabelita nos colocaba muy ordenadamente por estatura, los bajitos y pequeños delante y los altos y grandes detrás. Para acompañar la sesión nos vendía también en verano, polos de fabricación casera, igual era la única que contaba con una nevera. En invierno comprábamos los garbanzos tostados y pipas de calabaza que vendía la madre de Nieves Viaga, en un pequeño habitáculo de su casa y nos los servía en cucuruchos de papel de estraza. Las tardes de los sábados eran divertidas y compartíamos el mismo espacio sin distinción de edad ni de aficiones cinematográficas, solo cuando aparecían los dos rombos en la pantalla ya sabíamos que nuestra sesión de cine había terminado y había que volver a casa.
La calle y la televisión no eran nuestros únicos entretenimientos. Estaba la huerta de José, el padre de mi amiga Antoñita. Los terrenos de esa huerta eran de la señora Jovita, pero José se encargaba de cuidarlos y de vigilarlos, de ahí el nombre que le dábamos a la huerta al referirnos a ella. Era un verdadero paraíso para nuestros juegos al aire libre. Frondosos árboles de naranjas, limones, higueras y vegetación variada poblaban el terreno junto con un arroyo de aguas cristalinas donde habitaban las ranas y los renacuajos. Allí jugábamos a los campamentos de indios y americanos y siempre Mariquita, que era la mayor, ejercía de jefa de la tribu. Hacíamos colchones de vinagretas después de darnos un atracón por chupar sus tallos que en ocasiones nos daban grandes dolores de tripa. Pescar ranas y sus crías y meterlas en un tarro se convertía en una gran distracción porque ganaba la que más bichos capturaba. Algunas veces se oía una voz de alarma gritando que venía José y había que desaparecer. Era su propia hija, la primera en salir huyendo para no ser descubierta por su padre, y en esas ocasiones para asegurarse de que no había sido identificada entre todas nosotras, se venía a mi casa y se cambiaba de ropa. No sé si el padre la descubrió alguna vez, o se hacía el olvidadizo para no castigarla.
La iglesia de San Juan de Dios también formó parte de nuestras vidas, durante toda nuestra infancia y adolescencia. Fue el lugar de encuentros, de amores y de amigos. Allí se organizaban los bailes, representábamos las obras de teatro y los belenes vivientes organizados por mi hermano . Cantábamos en el coro y salíamos de excursión al campo o a la playa de Calamocarro. El cura don José Béjar y don Antonio se encargaban de fiscalizar y controlar si el contacto en el baile se excedía o si la música inducía a algo más que al baile. La parroquia unió a los niños de los barrios cercanos y allí entre rezos, misas, ejercicios espirituales y bailes despertamos a la vida y al amor. Algunos de nosotros iniciaron sus primeras relaciones de pareja, que en algunos casos, aún perduran.
La llegada del verano olía a volaores y a algodón de feria y despertaban nuestros sentidos a toda la magia que nos ofrecía la nueva estación. Disfrutar de las mañanas de playa nos invitaba a contactar con nuevas pandillas, que bajaban a la playa Benítez para tumbarse en la arena y sumergirse en las frías aguas del mar. Algunas de nosotras no contaban con el permiso materno de bañarse al finalizar el colegio, porque había madres más piadosas que otras, que decían que hasta que la Virgen del Carmen no bendijera las aguas, corríamos el peligro de ahogarnos. Con la toalla al hombro y el peine bajábamos a la playa todas las mañanas y en ocasiones, llevábamos la cámara de un neumático que hacía más de juego que de flotador dentro del agua. Nadábamos hasta una gran roca, ya desaparecida por el espigón de San Pablo, que llamábamos la Isla, pero la proeza más dificultosa era llegar buceando a las Mellizas, dos rocas que por su cercanía y similitud, bautizamos con ese nombre. No existían bronceadores, ni sombrillas, ni sillas plegables, solo las piedras y los cristales de colores que nos servían de colchón. Entre juegos , risas y baños pasábamos la mañana. Volvíamos a las dos a casa con la piel quemaba por el contacto del sol y la sal, y con los pies manchados de alquitrán.
Hasta los 21 años viví en mi barrio, el lugar donde aprendí el valor de la amistad, donde hice amigas que aún perduran, donde desperté a la vida y al amor. Cuando abandoné mi barrio, no supe entonces, que muchos años después, el destino me llevaría de nuevo a la casa de mi infancia y juventud. Descubrí que el paso del tiempo había destruido muchas de esas antiguas viviendas y se habían convertido en altos edificios, los coches invadían calles y aceras, y la mayoría de nuestros mayores habían desaparecido. Ya no había niños jugando en las aceras, ni existía la huerta de José y el ruido de las televisiones envolvía el ambiente, ya mi barrio no olía a pestiños navideños, a dulce garrapiñada o a garbanzos tostados. Mi barrio olía a nostalgia del tiempo pasado.
las niñas de villa jovita en el club yeyé
Reme Acosta, Mariceli Sánchez, Isa Acosta,
Antoñita Medina, Carmencita Sánchez, ,Pepita Fernández
MCarmen Alcántara, Mariló Cantero, Maribel Lorente,
Pepita Villada



























